Otra vez nos llegó desde arriba una especie de crujido que se intercalaba con un golpeteo. Se acercaba y se alejaba, siempre escaleras arriba. Le pregunté donde estaban el gato y el niño, y me señaló el salón. Dormían. Mejor así, no se enterarían de nada. Estuvo todo en reposo por un momento y comenzó nuevamente. Pude ver la tensión que se acumulaba en sus mandíbulas y le cogí la mano. "Voy a subir", pensé, pero no me dio tiempo, soltó su mano fría de la mía , casi con brusquedad. "Quédate aquí". Subió dos peldaños y regresó a la cocina. Creí que se había arrepentido que el miedo la habría echado para atrás, pero solo había olvidado la escoba. Por segunda vez embistió contra las escaleras, esta vez sin casi posar sus pies. Desapareció. En vez de quedarme paralizada, me acerqué al umbral, y finalmente al pie. Aguzando el oído y resolviendo subir yo también inmediatamente si en breves instantes no tenía noticias. El ruido que no había parado aun pareció acercarse hacia las escaleras pero en la parte superior y al mismo tiempo que me sentí desfallecer, oí un golpe parecido a un escobazo. Me quedé inmóvil, pegada a la puerta, sin saber qué hacer y cuando estaba dispuesta a subir la vi que se asomaba con sonrisa triunfante por la barandilla justo sobre mi. Fue solo un instante porque me cubrió la cara un pañuelo de gasa, mi pañuelo, violeta magenta, embebido en mi propio perfume.
"Póntelo, anda, cúbrete bien, no sea que regrese otra vez".
Más tarde, sorbiendo el te, me dijo, sombría: "No vuelvas a dejar la ventana abierta, o al menos, no te descubras. No por nada, pero no deja de ser un verdadero engorro todo esto".
Esa noche dormimos abajo, la última vez que tuvimos que reventar con la escoba una pequeña mentira que se nos había colado bajo mi cama, dejó un olor pestilente por varios días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario