4 de septiembre de 2012

Donde yacen los corales

Serían las tres de la tarde más o menos,  cuando inoportunamente sonó el teléfono. No se muy bien por qué, respondí. Probablemente porque no tenía que llamarme nadie. Últimamente eso es lo que pasa, nadie tiene que llamarme, así que no me llaman. Hace días que me encuentro en ese estado que no llega ni a la melancolía. No me pasa nada. Tampoco me importó demasiado encontrarme con esa voz  conocida del otro lado, tal vez por la abulia que me invade últimamente accedí con tanta facilidad  a quedar.  
-¡Mira qué fácil eras al final!- me dije y me reí de mi misma, así, en mis propias narices. Me di cuenta entonces que no habíamos quedado en para qué quedábamos. Eso me perturbó, siempre que quedo tengo que saber para qué quedo. Por ejemplo, si quedo para ir a un bar tengo saber qué es lo que vamos a beber, quiero decir, necesito saber si vamos a tomar café o cerveza, si no se qué es lo que vamos a tomar cuando entremos en el bar, prefiero no ir. Si el convite es para ir al cine, tengo que saber qué película veré.  Y si voy  a quedar para ir a caminar, necesito saber la ruta. El resto de mi vida es lo contrario. Cuando parece que voy a girar a la derecha, giro a la izquierda o doy un giro de 360 grados y sigo en línea recta. Pero lo de un hecho puntual ¡es tan diferente!. Me puse muy nerviosa y tuve que llamar  y preguntar en dónde habíamos quedado y qué íbamos a hacer, pero como me puse tan nerviosa solo pregunté el punto de encuentro y corté .Llamar por segunda vez me ponía más nerviosa, así que me armé de valor y salí. 

Para ser verano y ser un día soleado, la temperatura era realmente agradable, cosa que agradecí, porque sufrir de fotofobia y morirse de calor a la vez es algo insoportable. 

Lo vi de pie, con las gafas sobre la cabeza leyendo un papelito y me dio un poco de risa la situación. -¡Ah los miopes!- pensé - que no vemos más allá de nuestras narices.- Pero eso me duró un segundo, volví a sentir que no estaba completamente segura si mis dos pies estaban apoyados correctamente sobre el pavimento y mi estómago me dio un pequeño sacudón. Inmediatamente después de que notara que yo ya había llegado tendríamos que saludarnos y eso iba a implicar o  un beso en la mejilla, o el abrazo. Temí el abrazo porque luego de un mes era lo esperable. 

El lenguaje de los gestos es magnífico cuando uno tiene de frente una persona receptiva. A menudo me pregunto por qué cuando le estoy sonriendo a alguien simplemente cuando estoy pensando en algo bonito me sonríe también, eso me hace dejar de sonreír , en verdad yo estaba sonriendo porque me agradaba lo que estaba pensando, y una sonrisa del lado de fuera me resulta algo desubicado, fuera de lugar. O cuando me repele alguien y de manera tan evidente me echo para atrás para que ni se me acerque y entonces el otro, receptivo, lo comprende y se me abalanza y se me cuelga del cuello como si estuviera a punto de caer por un precipicio. Eso es claramente el lenguaje de los gestos. No creo en el lenguaje de los gestos en lo absoluto, por eso, prefiero no quedar, aunque sepa a donde voy a ir, que voy a ver y por donde voy a caminar. 

Estaba muy enfadada en ese instante, pensé que en cuanto pasara el mal trago del saludo se lo diría sin ningún tipo de preámbulo. Me sonrió y se acercó, yo también me acerqué al punto intermedio y le puse la mejilla para que me diera un besito, pero no me lo dio, y tampoco me abrazó. Me cogió del brazo mientras me bombardeaba a como estás y  que tales y luego un chorro de como estaba él y todo lo que había hecho en este mes de vacaciones fuera.  Y mientras hablaba y hablaba, yo me estaba preguntando qué es la amistad. ¿Esto es la amistad? pensé, ¿una persona que nos lanza un montón de anécdotas completamente inconexas y que espera que lo estemos escuchando?. Me sentí fatal y me di cuenta que no estábamos yendo a mi parecer a ninguna parte así, así es que le pregunté a dónde íbamos, interrumpiendo de paso lo que me estaba contando que no se lo que era. Ni me escuchó. Tampoco me respondió y siguió arrastrándome del brazo fuertemente. A los cinco minutos habíamos llegado a las Vistillas. Por fin me soltaba el brazo y se callaba. 

No sentamos en ese sitio desde donde  se puede ver el cielo y un Madrid más abajo, desparejo. Me sentí mejor, estaba en un sitio que me resulta familiar, voy casi cada día por allí y aunque no tengo tiempo de sentarme y mirar nada, es mio. Pero bueno, digamos que tampoco era necesario para mi estar allí en ese momento. Y me pregunté dónde me hubiera gustado estar entonces, y me respondí, y me dolió. Me volví a mirarlo, estaba sentado mirando al vacío, con sus codos hacia arriba como sosteniéndose la nuca  con las manos detrás, y mascaba un pastito que no quise ni pensar de donde lo había arrancado. -Es guapo,  pero vaya payaso- acordé. Vio que lo estaba mirando y escupió el pastito, inmediatamente me sonrió con cara de golfo para luego preguntarme:- ¿te sientes feliz?

Dudé y no respondí. Me sumergí en mis propias dudas, en pequeños fragmentos de recuerdos. Y volví porque lo oí aclararse la garganta y decirme:- míralo desde este punto de vista, eres bastante joven aun, bastante bonita, tienes bastante trabajo y eres bastante independiente, tienes un hijo maravilloso, buena salud, tus amigos nos preocupamos bastante por ti,  nos gusta bastante lo que escribes, y hasta tienes un hombre lo bastante lejos para poder quererte bastante.  Todos los bastantes que no tengas puedes conseguirlos, no veo el problema. 

No dije nada. Desde ese punto de vista que me mostraba, yo no podía defender el mío sin parecer egoísta y ambiciosa. Llevo muchos años siendo así por eso se que hay veces que hay que buscar algo que decir, de cualquier sitio, debajo de una piedra si es necesario, pero quedarse sin hablar es como estar desnudo.  Así que hice uso de un recurso del que abuso, la pregunta retórica: -¿y tu? ¿te sientes feliz? - le dije, y no lo miré, por aquello del lenguaje de los gestos en el que no creo. Hice muy bien, porque me respondió:- ahora mismo, si. - Seguí con mi vista clavada en aquel mismo punto, y supe que ya  no sonreía. 

Pasaron unos minutos, diez, quizás más, yo tenía que regresar a todos mis bastantes, para poder seguir manteniéndolos, no sea cosa que al descuidarlos  ya no sean bastantes y pueda a comenzar a explicar por qué no soy del todo feliz. Iba a despedirme cuando me apartó el pelo de la cara y me lo puso detrás de la oreja, fraternal y tan suave, que parecía temer que se pudiera malinterpretar el gesto. 

-¿Sabes? Hay momentos en los que me parece añorar algo que nunca tuve, y que no se exactamente qué es. Y es muy frustrante, porque cómo se puede añorar algo que nunca se tuvo.- dije, y asintió. -Por momentos, no siempre, anhelo el fondo del mar, allí, donde yacen los corales.-

Poco después nos despedimos. Y no me hubiera importado que nos diéramos un abrazo,  pero en lugar de eso, me dio un pequeño pellizco en la punta de la nariz y pareció dejar de verme completamente, mientras se abrochaba una chaqueta  y cogía el casco de la moto. Me quedé de pie, mirándolo con el ceño fruncido, y casi sin mirarme me extendió el casco del acompañante, divertido. Cuando me apee en la puerta de mi casa ya me sentía notablemente mejor, le hice quitar el casco para darle el beso en la mejilla que me debía del encuentro, y me abrazó, mientras me decía al oído: -¿tu crees de verdad que ese hombre no te echa de menos? Él si debe sentirse en el fondo del mar...-