4 de agosto de 2006

Crimen perfecto



Eva y Helena se conocieron en Buenos Aires en un taller de pintura para niños de un teatro municipal,  de esos que  se organizan   habitualmente cuando se avecina alguna elección  para  gobernador,  y no se está demasiado seguro de haber copado el interés de la cada vez más caduca  clase media.
Fueron  amigas un verano. Una amistad de ceras acuarelables, témperas,  plasticola y cartulinas. Fue del tamaño y brillo de un cuadradito de papel glasé. 
No volvieron a verse en muchísimos años. Tal vez, se habían hasta olvidado mutuamente.
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Una noche invernal en Madrid, quince años después, se reencontraron  muy a su pesar.
Muy a su pesar digo, porque a nadie le gusta la falta de elegancia de un reencuentro en la guardia de un Hospital. Los hospitales son indecorosos, promiscuos, y eso que hay una aberrante ausencia de sexo en ellos  (por parte de los pacientes, claro, se entiende).
En el Hospital 12 de Octubre… por causas muy diferentes, al menos, en apariencia.
Se reconocieron, o se adivinaron. Las dos fueron dadas de alta con sendos partes médicos al respecto.
Días más tarde de este suceso, pudieron retomar su amistad tan largo tiempo postergada, en un café. Ambas estaban ansiosas por contarse qué les había pasado en tantos años de separación.
Eva se había dedicado a la pintura y Helena se había casado y tenía un hijo muy pequeño. Las dos sufrían.
A Eva le habían detectado unos cuerpos extraños en el  hígado que habían resultado ser malignos al haber sido analizados luego de la operación. Helena había sufrido un aborto luego de haber sido golpeada brutalmente por el padre de su hijo muy pequeño.
El padre del hijo muy pequeño de Helena ya no vivía con ella. Afortunadamente, como ella misma refería…
Eva estaba ahora acompañada por su madre, que se había mudado desde el barrio de Barracas a Madrid sin escalas. Se había traído hasta el loro, y pensaba quedarse para siempre.
¡Cómo asustaba el para siempre a Helena! Y es que lo asociaba con el nunca más…


Los encuentros se sucedieron con  bastante frecuencia.  Se encontraban en un café,  en el taller de Eva o en la casa de Helena.

Eva entraba y salía del Hospital. Helena iba y venía de los Juzgados.

Pasaban los meses y ninguno de los dos estados mejoraba. Por separado, se planteaban si alguna tenía que envidiarle algo a la otra. Eva creía que si. Helena no creía nada.

Cuando se veían hablaban cada vez más de lo que les estaba pasando. Y cada vez más, empezaban a notar que la problemática de Helena iba para largo, y la de Eva para corto.

Eva dejó de pintar, y no podía dar clases, es más, casi no podía sostenerse en pie por demasiado tiempo. Así es que los encuentros se convirtieron en visitas de Helena a Eva.

Y llego el día en que Eva ya no tenía nada que contar. Más o menos cuando Helena no quería contar más qué era lo que estaba pasando con respecto a la posible pérdida de su hijo. Si, porque el padre parecía estar muy empeñado en quitárselo.

A Eva no le entraba en la cabeza cómo podía suceder cosa semejante, cómo podía existir tal poder de disociación en el  teje y maneje jurídico que permitiera la separacion entre lo civil y lo penal. Que un culpable penal pudiera ser un autorizado y competente  civil. Que un culpable maltratador  pudiera  ser un aspirante  padre a la guardia y custodia. Una burla, una reverenda tocada de culo.

También era una tocada de culo que Eva se estuviera muriendo de cáncer, que tantos se estén muriendo de cánceres y de un montón de otras porquerías.
Seamos optimistas, la muerte es lo único que no se  resiste a nuestros  escasos encantos.

Justamente. Con ese olor que hay que estar muy alelado para no sentirlo. Porque que se huele, se huele.
Vamos, que no me vengan con que: Uh! No me digas que se murió tal!!!!Pero si estuve justo antes de ayer con él y estaba de lo más bien!!!!...
Y si, nos morimos. O de cáncer,  o de viejos, o hechos pedacitos en la ruta,  o de un tiro, o de un mal golpe, ahogados, ahorcados, guillotinados, calcinados, envenenados.
De muerte.

Finalmente Eva ingresó en el Hospital para no salir.
Helena la visitó una ultima vez para despedirse. Corrijo, para que se despidieran.

Eva estaba conciente aun. Entubada, pero conciente. Y Helena se  atrevió a susurrarle:
Para morirse,  a veces,  se necesita una gran imaginación. Tengo dos copas en casa,  con ADN mío  y del padre del nene. Tengo también un poderoso veneno mata carcoma, también con ADN de los dos. Y tengo un anís en las mismas condiciones, y tengo Vodka. La botella de anís está por terminarse, la de Vodka, está recién comenzada.
Lo he citado desde un teléfono público para encontrarnos  en casa, esta noche.  El nene va a estar dormido ya. Yo beberé el anís envenenado, el va a beber Vodka, sin veneno. Yo brindaré a mi salud, el dirá  nasdarovia… Ya que se lo absuelve al ser culpable, que se lo condene al ser inocente…
Mis abogados tienen la direccion de mi madre en Buenos Aires,  ella reclamará a mi hijo.

Helena besó en la frente a Eva, y se fue.


Helena murió envenenada. El padre del hijo fue puesto a disposición judicial. El hijo fue inmediatamente (una palabra que se utiliza solamente en caso de extrema necesidad  cuando acontece lo que se podría haber evitado tan fácilmente) entregado a la asistencia social y posteriormente restituido a su abuela materna.

Había demasiado ADN y era todo muy confuso,  pero quién podía creer que un maltratador no hubiera liquidado a su mujer en la primera de cambio, al fin y al cabo, lo había logrado el muy cabronazo, la había matado, pobrecita…De nada sirvieron  las teorías  de que siempre que hay un veneno se piensa en una mujer…Fue declarado culpable y enviado a la cárcel.
Eva murió también, bueno, ya lo dije antes, como todos.