12 de marzo de 2012

Un minuto de silencio por Herbert Strumpf

Le pareció que le tendían una mano,  sin pensárselo dos veces, extendió su brazo y logró aferrarse fuertemente.


Herbert Strumpf era el cuarto de nueve hermanos. Había nacido en el seno de una familia  acomodada en la ciudad de... Su padre, el Sr Strumpf , siempre estaba muy ocupado con sus negocios, y cuando no se encontraba de viaje o en sus oficinas, no parecía estar muy al corriente de la existencia de su familia. En cambio, la madre de Herbert, la señora Strumpf, era estúpida. Podría decirse que Herbert, y sus hermanos habían tenido una niñez feliz. El pequeño Herbert tenía un carácter apacible. Era de naturaleza delicada, su voz era tan suave que aunque dijera algo, nadie le prestaba atención. La señora Strumpf, en algún que otro momento de lucidez momentánea, recordaba el parto de Herber, con sus ojos humedecidos por la emoción le narraba a éste: ..."ni cuando nació dio problemas, estornudé y entonces me anunciaron que era otro varón y como me encontraba levemente afectada por la noticia resolví que lo llamaría igual que  su padre..." Luego de lo cual, se  quedaba mirando a Herbert preguntándose quién era ese pequeño niño que la miraba tan interesado. En cambio, el niño, no comprendía cómo era posible, que el se llamara Herbert, y su padre Franz. 
Era un estudiante bastante mediocre y no mostraba predilección por ninguna cosa en particular. En este clima de armonía y amor se crío nuestro Herbert, sin mayores sobresaltos. Hasta que un día, la señora Strumpf  leyó  en una  revista, que la princesa Antoncich visitaría los jardines del Parque Bauer ese domingo y decidió con gran alboroto que llevaría toda la prole a pasear para ver el evento. 
El domingo, engalanados todos con sus mejores trajes de paseo, llegaron al parque dos horas antes de que diera comienzo el desfile para poder conseguir ver a la  famosa princesa Antonich.  Famosa, más que por estar dotada de algún  encanto en particular, por sus particulares malas costumbres. Alrededor de las tres de la tarde el parque Bauer se veía poblado de una tupida concurrencia, ansiosa de que comenzara la función. Herbert se encontraba casi asfixiado entre varias señoras que comentaban que seguramente la princesa luciría su vestido de organdí verde aguamarina que era el último alarido de la moda. Segundos después comenzó el desfile, encabezado por una banda desafinada de unos músicos disfrazados de militares, dos de los cuales tocaban la trompeta sobre unos caballos blancos. Luego de media hora de tortuoso preámbulo musical pudo avistarse  el carruaje que traía a la  princesa mientras saludaba con una naturalidad tan desafinada como la banda que la precedía. Esto duró un suspiro comparado con lo que había durado el número anterior. La gente se fue dispersando tras el carruaje y Herbert se perdió. Como broche de la tarde estaba programado un coro de niños angelicales que formando un semicírculo quedaron prácticamente solos cantando magníficas canciones, mientras todos los concurrentes se encontraban ya en el otro extremo del parque. 
Cuatro horas más tarde, llamaron a la puerta de la casa de la familia Strumpf. El señor Strumpf que se encontraba milagrosamente en casa, abrió la puerta y se encontró un oficial de la policía que traía un niño de la mano y que  le explicó pacientemente que se habían olvidado al niño en el parque hacía ya unas horas. El señor Strumpf,  presa de una gran turbación, dio las gracias al oficial y avergonzado  hizo entrar a la casa  al niño, al que en un principio no había reconocido, y muy enfadado por tener una mujer que ni sabía cuantos hijos tenía. 
Este suceso cambió la vida de Herbert para siempre, como único público del coro,  escuchó durante una hora convenciéndose que era cantar lo que realmente debía hacer en su vida. Cantar como los pájaros. Y cuando  el coro también hubo desaparecido, dejando paso al canto de los pájaros que gorjeaban el atardecer, oyó tan atentamente los diferentes sonidos que aprendió entonces todo lo que debía aprender.

Herbert Strumpf  puso todo su ahínco desde ese episodio para crecer lo más rápidamente posible y poder volar lejos de semejante manada de humanos decadentes que le habían tocado por familia. A los dieciocho años heredó una casa  de  una tía solterona  y se fue a vivir allí aprovechándose de  que nadie notaría su ausencia. Si bien se lo pasaba cantando todo el día, eran, afortunadamente, todos sordos. 
Se acomodó en el piso que desembocaba a la calle del Gran Teatro Schicksal,  y cuando veía los sábados poblarse el edificio de blancas luces tomó la segunda resolución más importante de su vida, cantaría en ese teatro hasta morir.   
Una semana más tarde, Herbert debutaba con  el coro del teatro,  era tenor, tenía una voz  bien colocada, aterciopelada y etérea, un vibrato sutil y elegante. Había tenido dos grandes maestros, los pájaros, y su propio corazón. Cantó y cantó, vivía para cantar o cantaba para vivir, no es posible saberlo muy bien, y así fue por tres años, hasta que un mal día, el teatro cambió de directores y con los nuevos, vinieron también los nuevos directores artísticos. De la noche a la mañana cambiaron el director del coro. Los miembros del coro se opusieron, los barítono organizaron una pequeña manifestación en las puertas del teatro para que se restituyera al anterior director, luego se sumaron los tenores, y las contraltos, finalmente las sopranos un día que debían haberse estudiado la parte y no lo habían hecho, también se unieron al reclamo. Todos los miembros del coro en repudio de la situación, menos Herbert. Herbert esperaba ansioso al nuevo maestro, en su sitio. Cuando el nuevo director, el Sr Ebner entró en la sala de ensayo y se encontró con Herbert, se quedó atónito y le exhortó: Pero Sr, ¿qué hace ud solo aquí, donde están todos los demás?. 
No obtuvo respuesta, Herbert no tenía la menor idea. Ebner intentando no demostrar lo alarmado que estaba solo en esa habitación con ese loco, salió sin darle las espaldas en  dirección a la oficina de las autoridades del teatro para que le explicaran la situación. 
En un par de semanas, todo se había solucionado, el coro había comprendido que no había nada que hacer, que,  o se presentaban a los ensayos programados, o perderían el empleo. 
Pero para Herbert no se había solucionado nada, no lograba cantar igual que antes. Veía a Ebner en sueños huyendo de él como aquel primer día, dormía mal, y casi no comía. También veía a Ebner cuando estaba despierto, a veces de tanto recordarse de sus marcadas facciones le parecía que estas se le desfiguraban como grandes fauces de un león y lo devoraban. Asistía a los ensayos descompuesto o se descomponía ellos. Nadie notó lo que le estaba pasando. Tuvo que ausentarse de la puesta de Carmen, porque su salud estaba minada. 
Curiosamente, el único que notaba su ausencia era el malhumorado Maestro Ebner. Sin sospechar el terror que causaba en  Herbert, echaba en falta a ese gran tenor con una gran voz, aunque de una presencia un tanto patética. Al fin,  mejoró la salud de nuestro amigo y se reincorporó a su puesto. Y entonces, se le presentó una gran oportunidad, el teatro organizaría pruebas para que los miembros del coro se prepararan para un concurso con la posibilidad de  actuar como solistas en la opera Un Ballo in Maschera. Herbert cantó el personaje de Riccardo. Ganó el concurso. 

La noche del estreno, el Teatro encendió las blancas luces del edificio más temprano que de costumbre y Herbert tuvo la extraña sensación que muchas cosas culminaban así, con estas luces. Cruzó la calle para ponerse el traje de Riccardo y que lo maquillaran. Vio a alguna señora demasiado puntual dando vueltas al teatro, y recordó aquella lejana tarde cuando su madre, lo dejó olvidado en el parque al cuidado de los pájaros.
Mientras lo maquillaban, oía al otro lado de la pared el cotorreo de las sopranos que discutían sobre si el Barítono en boga, Karl Feldkirch, que cantaría el personaje de Renato esa noche, era el amante de Ebner o no. Herbert sintió un pequeño golpe en el pecho, una especie de sobresalto, pero no podía preocuparse de aquello justo en ese momento, sin embargo, justo antes de salir al escenario, en su cabeza retumbaba una única palabra. Traidor. 


La orquesta comenzó a tocar con mucho énfasis, como casi todas las orquestas de ópera  y  Herbert , poseído fue Riccardo, también Karl fue un Renato comprometido. La gente aplaudía eufórica escena tras escena, el coro cantaba desaforadamente, también como siempre. El público maravillado ante tanta brutalidad y ausencia de fraseo aplaudió a rabiar al final del primero y segundo acto. Ya en el tercero, los músicos estaban cansado y los del coro  se habían bebidos en los intermedios unas cuantas copas, así que bajaron el volumen general y pudo oírse un poco de Verdi. Así, a media máquina, con una oscuridad más intimista, llegó la última escena, Renato mata a Riccardo de una puñalada. Riccardo, en su último suspiro, perdona a toda la concurrencia, es decir, a Renato, a los demás cantantes solistas, al coro, que lo ha hecho fatal, a la orquesta, que no se ha estudiado suficientemente la parte, al director por no ser lo bastante severo, a los padres del cantante por no asistir,  y al público por aplaudir cualquier cosa. Pudo verse a  la gente, que le encanta que se la perdone siempre, y que no  siente culpa de nada, ovacionando de pie varios minutos. 

Ya de pie, Riccardo, quiero decir Herbert, luego de recibir sus aplausos, se perdió entre el tumulto de detrás del escenario, buscando a Ebner.  Pudo verlo escapar hacia el edificio interno del teatro y lo siguió, sin darse cuenta que alguien  también lo  seguía a él. Le dió alcance en el primer piso y cuando estuvo frente a él, no supo muy bien qué iba a  decirle, pero el otro rompió el silencio primero: Strumpf, has estado magistral, te auguro un futuro prometedor, tienes una voz prodigiosa, en el escenario te transformas.
 Le dio la mano y sin darle tiempo a pronunciar ni media palabra, se dio media vuelta y se fue, dejándolo, una vez más, sin darle opción a nada. Herbert, se coló en uno de los salones que se encontraba abierto, y abrió de par en par una de  las señoriales  ventanas, miró la luna y sintió cómo se le acrecentaba el nudo en la garganta. Le pareció sentir a sus espaldas un movimiento, un rozar de telas pesadas, pero no se volvió, oyó varios pasos tras él, y de pronto sintió un profundo calor en su espalda, volvió a mirar la luna blanca y  le pareció que le tendían una mano,  sin pensárselo dos veces, extendió su brazo y logró aferrarse fuertemente.


Cuando pudieron enterrarlo, luego de las investigaciones que jamás esclarecen estos raros casos, lo enterraron. Asistieron solamente, un cura, Ebner, que lloraba consternado y se lo oía repetir:cómo es posible, como es posible,  el antiguo director del coro, su mujer, y su hijo de nueve años, un niño que había podido oír la primera prueba de Herbert y que mientras el cura leía unas palabras absolutamente carentes de sentido y sensibilidad, escuchaba atentamente los pájaros cantar. 
Aun hoy puede leerse, en una gris lápida del cementerio de la ciudad de ...: " Herbert Strumpf , solo se sabe que cantó como los pájaros".




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