27 de diciembre de 2012

Fragmentos

                                                                      I

Nos acurrucamos ambos en el sofá, que era amplio. Como él se arremolinaba demasiado,  le susurré entre risitas ahogadas: ¡Quédate quieto!¿No ves que  nos lo tiene prohibido?. Nos quedarmos quietos un par de minutos, así, yo le aprisionaba su pequeña mano en la mía. Lo sentí tan pequeño, tan enérgico. Lo abracé y olí sus cabellos. Soy feliz, me dije. Somos felices, rectifiqué.

                                                                      II

Ese instante en que decimos al pasar esa pequeña frase que nos resume páginas y páginas. La frase que me advierte, que me previene. La que no escucho. Hago caso omiso porque me desconsuela. Prefiero pensar que podré. Podré sola. Como si todo dependiera de mi.


                                                                     III

Lo miré y vi que estaba amarillo verdoso. Intenté infundirle ánimos. Le dije que era porque íbamos a mucha velocidad y que pronto, con el aire se sentiría mucho mejor. Cuando llegamos, nos perdimos en el gentío, le pregunté cómo se sentía, me dijo que bien. Me sonrió, pícaro y cansado, arrastrando su maleta pequeña, como él.  Esperamos al sol, un rato. Llegaron entonces a buscarlo. Nos despedimos.
Me quedé dando vueltas, sin saber muy bien dónde estaba. Llamé por teléfono para que alguien me respondiera quien era. Y sin éxito, tambaleándome, decidí volver. Volver por partida doble.

                                                                    IV


No vino nadie. Es lo mejor cuando no estoy. Siento tanto frío que me fragmento. Lo atribuí al invierno, y consulté el saldo que me quedaba de llamadas. Llamé dos veces, pero no  encontré a nadie.


                                                                     V

"Ella siempre se lo decía". "¿Le va la marcha?". "Si". "¿Es entonces esa clase de persona a las que parece que les gusta sufrir?" "¡Eso es!"...(Le cambiaría mi realidad, entonces).





3 de diciembre de 2012

Entre mis cabellos. Bajo mis uñas. Dentro de mi ombligo.  Más abajo. Ahí.  Tras mis rodillas. Y subiendo de  pronto, en mi labio superior.  En el centro de mi torso, en la cruz que formaría esta recta que de haberla, se interceptaría con otra perpendicular que uniera mis pezones pero más hacia un lado.  
Te vi. No, me vi yo. Tuve miedo. En todos esos sitios. Una y otra vez. Cerré los ojos. Dejé que el dolor me rompiera. Ya no lo siento en verdad, pero por momentos me ha quedado un reflejo, de gritar, quejándome. Pidiendo auxilio. 
Como he padecido la enfermedad, no se la deseo a nadie. Porque sin darte cuenta, a velocidades descomunales, te inunda y arrasa. Sientes que te asfixias, el corazón parece que va a dejar de latir en cualquier momento, las piernas se aflojan y casi no logran sostener todo el miedo acumulado. En el estómago  vacío, late un monstruo que se revuelve. Cuando comienzas a vomitar dudas, la cosa se acelera y confundes control con auto control. Control, la peor droga dura. 
Cuando se comienza a consumir Control se es completamente inconsciente de los efectos secundarios. Si se está físicamente cerca, se necesita saber exactamente dónde, con quién, qué hace o qué piensa la otra persona. Si se está lejos, uno intenta lo mismo pero a nivel virtual. Es terrible, porque cualquier mínimo cambio en el tipo de letra ya nos está indicando que corremos peligro. Los primeros días le restamos importancia, pero cuando consumimos de manera habitual el control, todo nos parece confuso. Una mota de jersey es un gran amor en ciernes, una palabra con h es el epistolario completo de Goethe, una mirada es la filmografía completa de  Alain Resnais, y así.

Hace unas semanas, cuando comenzó a notarse la llegada del invierno, y el viento helado me empujaba hacia la rutina, me pareció notar que de todas las drogas que he probado me sientan mucho mejor las alucinógenas blandas. Son más difíciles de conseguir  y tienen un efecto que aparentemente dura unos instantes, pero los efectos secundarios son más llevaderos, cosquilleo en el estómago, sorpresa súbita al oír una voz, ternura repentina, etc. Ya que Seguridad no me la puedo permitir, estaba resuelta a decantarme por esas otras. Te lo digo porque no quiero que sufras lo que padecí yo. Sobre todo teniendo en cuenta que entre mis cabellos. Bajo mis uñas. Dentro de mi ombligo.  Más abajo. Ahí.  Tras mis rodillas. Y subiendo de  pronto, en mi labio superior.  En el centro de mi torso, en la cruz que formaría esta recta que de haberla, se interceptaría con otra perpendicular que uniera mis pezones pero más  hacia un lado,  solo estás tu.